Los nuevos beneficios del poder
Por: Umberto Eco
Lo sorprendente es que muchos políticos o empresarios actuales no sucumben a, digamos, la tentación de robar dinero de proyectos de obras públicas, sino a la seducción de prostitutas finas que cobran cantidades muy superiores a las solicitadas por Madame de Pompadour en sus días. Y si las acompañantes profesionales no cumplen con sus gustos, buscan a las que proveen servicios más especializados.
Adicionalmente, muchos parecen buscar el poder específicamente con la esperanza de blandir ese poder en la alcoba. En verdad, a lo largo de la historia los grandes hombres no fueron indiferentes a los placeres de la carne. Aquí donde escribo, en Italia, pese que pudiéramos esperar cierta austeridad de políticos prominentes del pasado, Julio César de buena gana encamaba centuriones, nobles romanos y reinas egipcias por igual. Sin mencionar que el Rey Sol tenía abundantes amantes, el rey Víctor Emmanuel II de Italia perseguía a su Rosina y en lo que respecta al presidente estadounidense John F. Kennedy... bueno, entre menos se diga es mejor.
Sin embargo, estos hombres consideraban a las mujeres (o jóvenes) como cierto tipo de descanso y recreación soldadesca. En otras palabras, lo primero era conquistar el país de Bactria, humillar al jefe galo Vercingetorix, triunfar sobre toda oposición desde los Alpes hasta las Pirámides, o unificar a Italia. El sexo era un beneficio adicional, como beber un Martini seco después de un día agotador. En contraste, en estos días los hombres en el poder parecen aspirar primero y antes que nada a pasar una tarde de juerga con coristas, y los grandes proyectos nunca entran en escena.
Mientras los héroes del pasado leían a Plutarco para deleitarse, sus colegas modernos sintonizan en cambio ciertos canales locales de televisión después de medianoche o navegan por sitios picantes de internet. Una búsqueda reciente en la Red sobre el sacerdote y místico italiano Padre Pío de Pietrelcina generó 1,4 millones de resultados. Nada mal. ¿Y una búsqueda de Jesús? 4,8 millones (el Nazareno sigue ganándole al sacerdote de Pietrelcina). Pero una búsqueda de pornografía generó 130 millones de sitios (sí, 130 millones).
Dado que "Jesús" es una búsqueda más específica que "pornografía", cambié a "religión" como punto de comparación: generó poco más de 9 millones de sitios, el doble que "Jesús". Pese a que esto parece exacto, sigue siendo un grano de arena en el mar.
¿Qué se encuentra en esos 130 millones de sitios pornográficos? Las opciones más básicas contestan vívidamente los quién, qué, dónde y por qué del sexo. El resto se dedica a todo tipo de cosas, desde varias formas de incesto (que sonrojarían incluso a Edipo y Mirra) hasta fetiches especializados.
La pornografía puede tener una función positiva: proveer una salida para los que, por el motivo que sea, no pueden tener sexo real o vigorizar la vida suzual de parejas con relaciones decadentes. Pero también lo puede engañar a pensar que una acompañante cara puede lograr cosas que Friné, la cortesana más famosa del mundo clásico, nunca se hubiera imaginado.
No sólo hablo del 42 por ciento de los italianos que usan internet, según la Asociación Internacional de Telecomunicaciones; todos los días, el restante 58 por ciento puede ver cosas en la pantalla de la televisión diez veces más excitantes que cualquier cosa disponible para los ricos empresarios milaneses de la década de 1940. Actualmente, la gente está expuesta al sexo mucho más frecuentemente que lo estuvieron sus abuelos. Considere el caso del pobre sacerdote de la parroquia: hubo un tiempo en que su ama de casa era la única mujer que veía y el periódico religioso Osservatore Romano era todo lo que leía. Ahora hay chicas escasamente vestidas pavoneándose en la televisión cada noche.
Entonces, ¿hay algo que nos haga dudar que esta incesante estimulación del deseo también esté afectando a las autoridades gubernamentales, provocando una mutación de especies y modificando el propósito mismo de su papel en la sociedad?
* Novelista, crítico literario y semiólogo italiano.
© 2009 Umberto Eco/L'Espresso
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